De un minuto a otro, el sueño les hizo creer que el tic-tac del reloj hacía ecos, cada vez más numerosos, cada vez más pesados. Se volvían infinitos, ensordecedores. Se oían cada vez más secos, más distantes, volvían, molestaban, se iban, los llevaba dentro de un estado más comprometido. Ese punto en el que es difícil saber cuál es la realidad, donde todo se confunde. Los ecos, la oscuridad verdosa e impenetrable. El todo se volvía una mezcla del todo. Sólo un elemento resaltaba más que ninguno: el verde era cada vez más verde. Ya no era oscuridad. Era luz verde y oscuridad en sí misma. Alguien había mezclado la oscuridad con la luz verde. En un momento, parecía poder palparse el ambiente, rasgarlo, morderlo, pero no existía coraje suficiente en la habitación.
Entonces llegaron ellos. Eran el todo y eran nadie. Me preguntaron más tarde, mucho más tarde, quién los había hecho dueños de sus vidas. No supe responderlo en aquel momento, ni sé hacerlo ahora. Lo cierto es que todo fue como un torbellino, nunca podrían haber reaccionado a tiempo. Ya no estaban en casa. Ni siquiera se veían como ellos mismos. Flotaban en el aire más denso de los aires, respiraban una calidez dulce pero amenazadora. No sabían qué esperar, ni querían escapar. Sentían que debían ser castigados, y eso era todo.
Los abrieron, todos al mismo tiempo. Les sacaron una sustancia verde y pegajosa, tan grande como sus propios cuerpos. Luego, los volvieron a cerrar para mostrarles la inmundicia que habían llevado por dentro. Todo ocurrió en un segundo, como en ese segundo en el que uno cae en la cuenta de que ya perdió todo lo que tenía en el mundo, por haberlo descuidado. Tan repentino fue.
La sustancia verdosa hedía tremendamente, inimaginablemente. No hacía falta pensar demasiado para darse cuenta de cuán mal habían estado haciendo las cosas. Si hubieran podido ponerse de rodillas y suplicar perdón, lo habrían hecho. Las palabras no existían para poder describir lo que traspasaba sus conciencias. Toda la esperanza que tenían era una frase. “Nunca es demasiado tarde”, era todo lo que querían saber. Pero ¿cómo deshacerse ahora de la inmundicia? Ya no se podía dejar debajo de la alfombra, no existía el espacio suficiente. Había que destruirla, o seguiría creciendo. No necesitaron discutirlo, todos llegaron a la misma conclusión, al mismo tiempo. Tenían que tragarse la inmundicia y destruirla de afuera hacia adentro, y eso llevaba tiempo, mucho tiempo. Así fue.
Cuando creían que podían volver al fin, se les dio un pequeño recordatorio para que no olvidaran su misión. Los estiraron, los exprimieron, los censuraron, los pelaron, los expusieron, los desnudaron en su plena totalidad. Los humillaron por hacerles un favor. Por último, le dieron una llave dorada a cada uno, y cada quién debía encontrar el modo y el tiempo correcto para usarla, o perecerían más temprano que tarde. Y eso en sí mismo, era quizás una misión infinitamente más difícil que la anterior.
Cuando todo estuvo listo, sin previo aviso, la luz verde volvió, ésta vez fría, cruda, descarnada y totalmente enceguecedora. Y se fueron, junto con la luz. Y de golpe hacía frío y por un instante, dolió la propia existencia. Y el tic-tac del reloj ya se oía nuevamente, totalmente despojado de su humedad. El aire se desplazaba libre pero lento. La oscuridad menguaba, cambiaba de tonalidad para volverse azul transparente. Un nuevo día nacía, gritando que aún no era demasiado tarde. Ahora y no luego, era el momento adecuado para incorporarse y entregarse completamente a la vida. Sabían de sobra que el tiempo es imposible de retroceder. La esperanza se basaba en cuidar el momento, y no necesitar voltear para mirar hacia atrás. Si todo salía bien, no habrían más dudas de que el camino estaba bien construido. Respiraron hondo y se lanzaron a la carrera.
Los abrieron, todos al mismo tiempo. Les sacaron una sustancia verde y pegajosa, tan grande como sus propios cuerpos. Luego, los volvieron a cerrar para mostrarles la inmundicia que habían llevado por dentro. Todo ocurrió en un segundo, como en ese segundo en el que uno cae en la cuenta de que ya perdió todo lo que tenía en el mundo, por haberlo descuidado. Tan repentino fue.
La sustancia verdosa hedía tremendamente, inimaginablemente. No hacía falta pensar demasiado para darse cuenta de cuán mal habían estado haciendo las cosas. Si hubieran podido ponerse de rodillas y suplicar perdón, lo habrían hecho. Las palabras no existían para poder describir lo que traspasaba sus conciencias. Toda la esperanza que tenían era una frase. “Nunca es demasiado tarde”, era todo lo que querían saber. Pero ¿cómo deshacerse ahora de la inmundicia? Ya no se podía dejar debajo de la alfombra, no existía el espacio suficiente. Había que destruirla, o seguiría creciendo. No necesitaron discutirlo, todos llegaron a la misma conclusión, al mismo tiempo. Tenían que tragarse la inmundicia y destruirla de afuera hacia adentro, y eso llevaba tiempo, mucho tiempo. Así fue.
Cuando creían que podían volver al fin, se les dio un pequeño recordatorio para que no olvidaran su misión. Los estiraron, los exprimieron, los censuraron, los pelaron, los expusieron, los desnudaron en su plena totalidad. Los humillaron por hacerles un favor. Por último, le dieron una llave dorada a cada uno, y cada quién debía encontrar el modo y el tiempo correcto para usarla, o perecerían más temprano que tarde. Y eso en sí mismo, era quizás una misión infinitamente más difícil que la anterior.
Cuando todo estuvo listo, sin previo aviso, la luz verde volvió, ésta vez fría, cruda, descarnada y totalmente enceguecedora. Y se fueron, junto con la luz. Y de golpe hacía frío y por un instante, dolió la propia existencia. Y el tic-tac del reloj ya se oía nuevamente, totalmente despojado de su humedad. El aire se desplazaba libre pero lento. La oscuridad menguaba, cambiaba de tonalidad para volverse azul transparente. Un nuevo día nacía, gritando que aún no era demasiado tarde. Ahora y no luego, era el momento adecuado para incorporarse y entregarse completamente a la vida. Sabían de sobra que el tiempo es imposible de retroceder. La esperanza se basaba en cuidar el momento, y no necesitar voltear para mirar hacia atrás. Si todo salía bien, no habrían más dudas de que el camino estaba bien construido. Respiraron hondo y se lanzaron a la carrera.
(by J()hØ)
"Las oportunidades pequeñas son el principio de las grandes empresas"